¿Por qué las multinacionales destruyen los bosques? Para plantar en sus fértiles suelos cultivos intensivos que producen muy rápido y mucho. ¿Y cómo se apoderan de la tierra? Por métodos aberrantes. Las empresas presentes en nuestros supermercados europeos son culpables de crímenes contra la humanidad…
Así, la empresa Del Monte ha practicado ilegalmente la agroindustria platanera en veintidós mil hectáreas de los parajes de la Balsa, San José Varsova y Bendito Bocachica. Para desplazar a las poblaciones que ocupaban las tierras, recurrió a milicias privadas. Los ‘paramilitares’, como se les conoce, capturaron a dos mil quinientos afro-colombianos. Durante la Operación Génesis, torturaron, hicieron desaparecer y ejecutaron a más de 85 civiles de esa comunidad. Con el fin de sembrar el terror, asesinaron a Marino López Mena y después, jugaron a fútbol con su cabeza delante de la comunidad. Las víctimas fueron enterradas en fosas comunes.
¿Cómo se eliminan los árboles? Dispersando desde el aire herbicida Roundup Ultra de Monsanto. La empresa también está acusada de matar de hambre a civiles como método de combate y de haber atacado contra bienes indispensables para la supervivencia de la población civil: alimentos, cultivos, ganado, reservas de agua potable y obras de riego. Al vender al gobierno colombiano sustancias tóxicas de uso frecuente como arma de guerra, Monsanto se ha convertido en cómplice de la guerra química contra la población civil.
Desde 1984, la principal estrategia del Plan Colombia, ejecutado por el Estado colombiano y Estados Unidos, ha sido un programa masivo de erradicación de cultivos. De hecho, el 80% de los recursos naturales (agua, minerales, petróleo, biodiversidad) se concentran en el 27% del territorio, cuya propiedad colectiva inalienable es de los indígenas2.
“Entran cortando cabezas”
El Tribunal de los Pueblos fue creado por varias personalidades europeas. En marzo de 2007, celebró una sesión en Colombia para escuchar los testimonios de la población: “[…] Entran cortando cabezas, torturando, para poder quedarse con las tierras y dirigir su macro proyecto. Nos dicen que nos vayamos, que necesitan despejar la tierra para luchar contra la guerrilla, pero la guerrilla no está ahí” 3.
Durante los cuatro primeros años de la presidencia de Uribe (2002-2006), fueron asesinados 1.190 indígenas, entre ellos muchos dirigentes comunitarios, según la Organización Nacional Indígena de Colombia. Según Amnistía Internacional, dos tercios de los tres millones de colombianos desplazados por la fuerza lo han sido para liberar las tierras situadas en zonas mineras o con un alto potencial agrícola.
Sólo Colombia cuenta con más del 90% de asesinatos de sindicalistas del mundo. Durante los últimos quince años, Amnistía Internacional ha documentado “2.245 homicidios, 3.400 amenazas y 138 desapariciones forzadas de sindicalistas. En más del 90% de los casos, los responsables no han sido juzgados. En 2005, aproximadamente el 49% de las violaciones de derechos humanos contra sindicalistas fueron obra de paramilitares, y el 43% directamente de las fuerzas de seguridad” 4.
La guerra en Colombia no es una guerra contra los guerrilleros de las FARC. Es sobre todo una guerra contra la población para hacerse con sus tierras codiciadas con avidez por las multinacionales. El Tribunal de los Pueblos ha reunido pruebas.
¿Son compatibles las multinacionales con el futuro de la Amazonía?
No es casualidad que esta explotación salvaje de la Amazonía se acompañe de crímenes tan graves. El ‘modelo’ económico que las multinacionales pretenden imponer en esta región es totalmente contrario a los valores esenciales: la supervivencia de las comunidades locales, la soberanía alimentaria de estos países, la preservación del pulmón de nuestro planeta y, sencillamente, la democracia.
El Tribunal estableció asimismo el impacto de la destrucción de la naturaleza: “De las pruebas aportadas al Tribunal se desprende que las políticas promovidas e impuestas por el Estado colombiano atentan gravemente contra la biodiversidad agrícola y forestal, que fue utilizada sustentablemente durante siglos por las comunidades indígenas afrocolombianas y campesinas. El desplazamiento de poblaciones indígenas, afrocolombianas y
campesinas implica la pérdida de especies y variedades, así como la del conocimiento tradicional asociado a las mismas. La expulsión de las comunidades tradicionales y la sustitución de la agricultura de subsistencia por monocultivos industriales, afectan a la soberanía alimentaria local y nacional. La aplicación masiva e indiscriminada de herbicidas resulta en la destrucción de bosques y cultivos así como de la fauna asociada. La implantación de monocultivos de banano, pinos, eucaliptos, cipreses y palma aceitera sustituyen ecosistemas de enorme biodiversidad por desiertos verdes de una sola especie. La aplicación masiva de plaguicidas en los monocultivos afecta a las pocas especies de fauna que logran sobrevivir en los monocultivos. El paquete de agroquímicos utilizados afecta también a los recursos hídricos, lo cual impacta sobre la salud de las poblaciones locales y de la flora y fauna asociada a ríos, arroyos, lagunas y humedales”5.
Un campesino colombiano expresa claramente el estrangulamiento: “La palma africana crece con la sangre de nuestros hermanos, de nuestros amigos y de nuestras familias. No tenemos dónde trabajar porque el territorio está cubierto de palmeras”. Además, las prácticas comerciales de Monsanto, al imponer el monopolio de sus productos biológicamente modificados, entraña la extinción de semillas ancestrales utilizadas por los pueblos indígenas, afrocolombianos y campesinos. El maíz forma parte del universo cultural de poblaciones tradicionales y la maestría de sus técnicas de producción constituye una expresión de su identidad como pueblos, además de ser un factor que garantiza su autonomía.
El Estado colombiano se comporta de manera feroz independientemente de quiénes sean sus sucesivos presidentes. Pero no actúa en su nombre. Por el contrario, se trata más bien de la guerra de su ‘padrino’. Estados Unidos está tan interesado en las riquezas amazónicas (y en el control del Canal de Panamá) que ha invertido en este país tres mil millones de dólares en ayuda militar (en tan sólo seis años), ochocientos ‘asesores’ militares, una decena de bases y miles de mercenarios pagados por diversos organismos estadounidenses6. Colombia ocupa el tercer lugar, por detrás de Israel y Egipto, en la lista de países que reciben subvenciones militares de Washington.
Lo más grave es que esta guerra sucia de Estados Unidos y de sus multinacionales en Colombia no es un fenómeno aislado. Prefigura y anuncia la militarización de la batalla por los recursos naturales que podría afectar a otros países de latinoamericanos.