En Brasil, el aparato del Estado nacional siempre fue fuertemente controlado por los intereses privados de los estratos económicos dominantes. Su carácter patrimonialista, presente desde su formación, fue reproducido por nuestro capitalismo tardío, incluso a lo largo de la historia brasileña reciente. Se trata, en esencia, de un Estado «privatizado», muy permeable a las presiones del capital, pero aún resistente a la incorporación de las reivindicaciones de los sectores populares en sus políticas y en su proceso de toma de decisiones. Con alarmante frecuencia, los movimientos sociales organizados fueron, incluso en el período de redemocratización brasileña, criminalizados, obedeciendo a la lógica represiva de la República Vieja (de principios del siglo XX) de tratar la cuestión social como «asunto policíaco», situación que ahora se repite con el reciente golpe de Estado.
Esas limitaciones y características del sistema político brasileño también se extienden, en alguna medida, a los partidos políticos. De hecho, las agrupaciones políticas brasileñas fueron formadas, en su mayoría, «de arriba hacia abajo» y tienen un bajo grado de inserción orgánica en la sociedad, al igual que un reducido nivel de definición política e ideológica. Se trata, en realidad, de grupos políticos formados para atender, de forma muchas veces inmediatista y segmentada, a intereses específicos de personas o grupos de personas. Hay, por lo tanto, un elevado grado de búsqueda de ventajas personales a través de la política —el llamado «fisiologismo»— en el sistema partidario brasileño. En Brasil, los partidos son, en general, estructuras frágiles, con bajo nivel de enraizamiento social, que buscan su inserción en el aparato del Estado para sobrevivir y lograr la representación de sus intereses inmediatos.
Tal falta de sedimentación de una estructura partidaria orgánica, bien arraigada en movimientos y clases sociales y con clara identidad política, como la que existe, por ejemplo, en algunos países de Europa, se combina con un Estado que todavía presenta un carácter esencialmente patrimonialista, limitante de la democracia brasileña y de su capacidad de llevar adelante proyectos políticos de largo plazo que den respuesta a los desafíos estratégicos de Brasil.
Sin embargo, el PT constituye una notable excepción de esa regla.
Al contrario de muchos partidos brasileños, que fueron creados por grupos políticos dominantes cuyos intereses ya estaban incrustados en el aparato del Estado, el Partido de los Trabajadores tiene su origen en la lucha específica de la clase obrera por mejores condiciones de vida y en la lucha más amplia de resistencia a la dictadura y por la redemocratización de Brasil, que reunió a diferentes organizaciones políticas y militantes de movimientos sociales, sectores populares de la iglesia y exponentes de la intelectualidad.
En los años setenta del siglo pasado, Brasil vivía una dictadura militar que ejercía un control férreo sobre toda la vida del país. Las fuerzas progresistas que habían apoyado el último gobierno civil de João Goulart (1961-1964) y sus reformas básicas, como la Reforma Agraria, por ejemplo, estaban desarticuladas, en virtud de la dura persecución política ejercida contra ellas. Las organizaciones de izquierda que se habían adherido a la lucha armada, en la cual participó, siendo muy joven, la presidenta Dilma Rousseff, habían sido diezmadas mediante la utilización de métodos que incluían la tortura sistemática, el asesinato y la «desaparición», los cuales también se aplicaban a los militantes de las organizaciones que habían optado por la lucha de masas como estrategia de resistencia pacífica al régimen.
La implacable censura previa se extendía a todos los órganos de prensa y a todas las manifestaciones culturales. Los derechos políticos y civiles estaban suspendidos. Más de dos mil sindicatos de trabajadores habían sufrido intervenciones y sus líderes habían sido sustituidos por burócratas cooptados por el régimen militar, llamados popularmente «pelegos». Además, las legítimas reivindicaciones económicas y políticas de la población eran duramente reprimidas y no disponían de canales adecuados para expresarse.
En el campo político-institucional, había solamente dos partidos. El partido de Alianza Renovadora Nacional (ARENA), soporte político de la dictadura, y un partido de oposición legal consentida, el Movimiento Democrático Brasileiro (MDB), más tarde denominado Partido del Movimiento Democrático Brasileiro (PMDB), que, en aquellas duras circunstancias, se constituyó en un gran frente político. Ese frente, aunque marcado por profundas contradicciones y ambigüedades, dio su contribución a la redemocratización del país. Los límites de esa oposición consentida eran, sin embargo, bastante evidentes.
Ya en la segunda mitad de la década de 1970, empero, en el contexto del impacto de la crisis económica internacional desatada por el «choque del petróleo», que comenzó a minar la base social y política de la dictadura, el movimiento estudiantil brasileño inicia sus primeras protestas contra la intervención de la dictadura en las universidades y por la democratización del país.
Casi simultáneamente, el movimiento obrero concentrado en el llamado ABC paulista, formado por municipios del gran São Paulo que albergan la industria más competitiva y moderna del país, empieza a perforar el bloqueo represivo de la dictadura militar y a articular las primeras grandes huelgas operadas ocurridas en aquel período. Esas huelgas, aunque estaban enfocadas en típicas reivindicaciones económicas, como aumentos salariales y mejores condiciones de trabajo, también tenían un evidente sello político, pues cuestionaban al régimen militar y su carácter represivo y apuntaban a la necesidad de redemocratización del país. En concreto, los trabajadores desafiaban la Ley Antihuelga de la dictadura y levantaban la bandera de la libertad de organización.
En ese contexto emerge el gran liderazgo de Luiz Inácio Lula da Silva. Ese líder sindical personificaba un nuevo sindicalismo, no solo más combativo y politizado, sino también más independiente en relación con el Estado. Se trataba, en realidad, de un movimiento sindical que cuestionaba la arcaica estructura sindical brasileira, heredada de los años cuarenta del siglo XX y parcialmente inspirada en la experiencia del Estado fascista italiano, que usaba a los sindicatos remolcados por el poder como instrumentos de cooptación política.
Ese nuevo sindicalismo, que más tarde desembocaría en la estructuración de la Central Única de los Trabajadores (CUT), tuvo éxito en sus campañas y en la articulación de los intereses de los trabajadores brasileños, principalmente los que estaban vinculados a los sectores más modernos y competitivos de la economía, pero también a los trabajadores del campo, los servidores públicos, los docentes, los trabajadores del transporte y la construcción civil, entre otros. En poco tiempo, Lula y sus compañeros comenzaron a atraer la atención de varias organizaciones políticas de izquierda comprometidas con la lucha contra la dictadura.
Se produjo así una confluencia de intereses entre ese nuevo sindicalismo y algunas organizaciones políticas de izquierda que actuaban en la semiclandestinidad para resistir a la dictadura y, de manera destacada, representantes de movimientos sociales, miembros de pastorales de la Iglesia Católica y de las Comunidades Eclesiales de Base inspiradas en la Teología de la Liberación, intelectuales y líderes estudiantiles.
La convergencia de ese conjunto de fuerzas sindicales, sociales y políticas, que luchaban contra el régimen opresor de entonces y por la democracia, resultó finalmente en la fundación, en 1980, del Partido de los Trabajadores. Sin lugar a dudas, ese fue un acto de extrema osadía: fundar un nuevo partido de izquierda, todavía en plena dictadura militar, para defender los intereses de los trabajadores y luchar por la democratización del país.
Muchos analistas consideraron, en el momento, que esa iniciativa inédita y sorprendente representaba una división de las fuerzas de oposición y estaba destinada al fracaso. Sin embargo, con esa iniciativa histórica los fundadores del PT trataban, mediante a la creación de esa nueva fuerza política, de darle a Brasil un partido político diferente, libre de los vicios patrimonialistas del régimen político y partidario brasileño y estrechamente vinculado a los nuevos sindicatos y a los movimientos sociales del país. En suma, se trataba de crear un partido «de abajo hacia arriba», que se nutriese de la praxis concreta de las luchas sindicales y sociales.
Esa marca fundamental y originaria del PT produjo algunas características básicas que se mantuvieron con el tiempo.
La primera atañe a la pluralidad. En efecto, el PT acogió a distintas organizaciones y tendencias político-ideológicas, que con el tiempo terminaron considerándolo su partido estratégico, al igual que los diversos intereses de sindicatos y movimientos sociales. Inicialmente, ese conjunto de fuerzas tenía como denominador común la lucha contra la dictadura y una plataforma democrática (las elecciones libres y directas, la convocatoria a una asamblea constituyente, el fin de la represión política y de la censura, la libertad de organización de los trabajadores y la reconstrucción del Estado de derecho democrático).
Paralelamente, las luchas sindicales y populares y los nuevos movimientos sociales siempre fueron una dimensión fundamental del nuevo proyecto partidario, especialmente en un país que arrastraba uno de los peores patrones de distribución de renta de toda la economía internacional. En un período histórico posterior, el denominador común pasó a ser la resistencia a la implantación del neoliberalismo tardío en Brasil.
Esa pluralidad convirtió al PT en un partido de muchos debates, que sedimentaba sus posiciones fundamentales a partir de las discusiones que se daban en sus bases.
La segunda característica concierne al compromiso con la democracia y su profundización. De hecho, la amalgama que unió y estructuró al PT fue justamente la lucha contra la dictadura y por la democratización del país. Por ello, el PT se definió, desde el inicio, como un partido socialista y democrático, que buscaba no solo una democracia institucional, sino una democracia sustantiva que asegurase, a todos los ciudadanos, el pleno disfrute de los derechos políticos, sociales y económicos.
La centralidad de la democracia en los principios del PT lo diferenció de algunos otros partidos de izquierda brasileños, que tenían, en esa época, una visión instrumentalizada de las instituciones democráticas y de las entidades sindicales. Ese compromiso con la democracia se aplicaba también a la vida interna del partido. Vale destacar que el PT siempre eligió sus cuadros de dirección en elecciones en las que participaba su numerosa y aguerrida militancia política. Hace ya algunos años que esas elecciones son realizadas mediante el voto secreto y universal de todos los afiliados y militantes, siempre con respeto al derecho de tendencia y proporcionalidad de las listas de candidatura en la composición de las direcciones partidarias.
La tercera y tal vez la principal característica se relaciona justamente con la profunda vinculación del PT a la praxis de la lucha sindical y de diversos movimientos sociales brasileños. Aunque el PT era un partido de amplias y largas discusiones, dada su pluralidad, era esa praxis la que, en última instancia, dictaba los rumbos del partido. Por eso, el PT nunca tuvo un modelo teórico acabado y definitivo, como otros partidos de izquierda. Las directrices del partido eran elaboradas en un proceso complejo, en el cual la lucha sindical y política de los trabajadores era determinante.
Por eso mismo, el Partido de los Trabajadores siempre fue un partido creativo, capaz de generar respuestas innovadoras ante los desafíos tácticos resultantes de distintos escenarios políticos.
Esa vinculación profunda y orgánica con sindicatos y movimientos sociales convertía al PT en un rara avis, en el escenario político y partidario brasileño. Representaba un modo diferente de hacer política, muy distante de la práctica a veces «fisiológica» de los grandes partidos brasileños. A lo largo de su trayectoria, el PT combinó la acción institucional con las luchas sociales en las fábricas y en las calles.
Sin embargo, esa diferenciación del PT, que estaba más vinculada al modo distinto de hacer política que a posicionamientos ideológicos, hizo al partido resistente al establecimiento de alianzas con otros agrupamientos partidarios importantes. Tal resistencia, aunque fuese justificada, limitaba bastante, de antemano, la capacidad del partido de triunfar en las elecciones o de, llegando eventualmente al poder, tener la capacidad de gobernar.
De hecho, la frágil y atomizada estructura partidaria brasileña obliga a los gobernantes del país a practicar lo que se dio en llamar el «presidencialismo de coalición», una composición de fuerzas multipartidaria que asegura, en el Congreso, la mayoría necesaria para dar sustentación política y legislativa al Poder Ejecutivo. Con frecuencia, esas alianzas de ocasión eran concretizadas sobre la base de la satisfacción de intereses inmediatistas en la ocupación del aparato del Estado.
De todos modos, esa resistencia contribuyó a las tres sucesivas derrotas que el PT sufrió en disputas por la Presidencia de la República, a pesar de ser, ya en aquella época, el principal partido de oposición.
No obstante, el colapso del modelo neoliberal en Brasil, que había sido implantado por el presidente Collor de Mello y, especialmente, por el presidente Fernando Henrique Cardoso (FHC), crearon una oportunidad para que el PT finalmente consiguiese aspirar con éxito a la elección al Poder Ejecutivo.
El segundo gobierno de Fernando Henrique Cardoso, del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), comienza en 1999 con el colapso del ancla cambiaria y la crisis del Plan Real (el plan de combate a la hiperinflación lanzado en 1994). La moneda se devaluó súbitamente, la inflación se aceleró y la economía se enfrió. Brasil, muy fragilizado y con niveles elevados de endeudamiento, se vio obligado a acudir al FMI, que aplicó al país su conocido y ortodoxo recetario recesivo. Las tasas de interés, que ya eran muy elevadas, se aumentaron aún más, lo que agravó la crisis fiscal y los niveles de endeudamiento. Todo el segundo período de gobierno del PSDB fue, así, de crisis, con recesión o bajo crecimiento, aumento del desempleo y de la informalidad y agravamiento general del cuadro social.
Ese escenario negativo fue también agudizado por el llamado «apagón» de 2001. En aquel año, la privatización sin regulación previa y planeamiento, la crónica falta de inversiones en el sector eléctrico, agravada por un período de pocas lluvias, obligaron a todos los consumidores brasileños a cortar su consumo de energía eléctrica en 20%, de un momento a otro, por el serio riesgo de que el país entero se quedase sin energía.
Con eso, la popularidad del gobierno de FHC entró en una fuerte e incontenible espiral descendente. En el terreno político, el fracaso evidente de las políticas neoliberales, que habían prometido la modernización y la mejoría de las condiciones de vida de la población, empezó a crear fracturas en el bloque de apoyo al poder, lo que permitía, en principio, la disputa del centro político por parte de una candidatura de oposición.
De esta manera, en 2002, el colapso del paradigma neoliberal en Brasil, evidenciado por los bajísimos índices de aprobación del gobierno del Partido de la Social Democracia Brasileña y por el claro deterioro de los índices económicos y sociales, inclusive los relativos a la inflación, creaba una oportunidad histórica única para que el PT, el principal partido de oposición, lograse al fin vencer en las elecciones presidenciales y ofrecer al país una alternativa política viable y transformadora.
Para finalmente llegar a la Presidencia de la República, el PT decidió practicar una política de alianzas diferente de las que había empleado hasta entonces, normalmente circunscritas a otros partidos de izquierda. Además del Partido Comunista de Brasil (PCdoB), la candidatura de Lula pasó a disputar el centro político-ideológico, aliándose con el Partido Liberal, hoy Partido de la República (PR), del gran senador y empresario nacionalista José Alencar, que sería el vicepresidente de la República. Esa alianza con un sector representativo del empresariado brasileño permitió una mayor penetración del PT en segmentos más conservadores de la opinión pública nacional, lo que fue importante para la gran victoria del partido en las elecciones presidenciales de 2002.
Fue también relevante para esa victoria y para esa atracción de un electorado más amplio la actitud del PT de comprometerse públicamente con la «estabilidad monetaria y económica». Ese compromiso público, manifiesto en la «Carta al Pueblo Brasileño», lanzada en julio de 2002, ayudó a neutralizar la gastada «campaña de miedo» que las candidaturas conservadoras siempre hacían contra el PT y sus aliados, argumentando que, de salir victorioso, Lula ahuyentaría a los inversionistas y a los empresarios y hundiría al país en el caos y la recesión. Es irónico observar, en perspectiva, que, en el gobierno de Lula, el país volvió a crecer y los empresarios de todos los sectores económicos obtuvieron grandes ganancias, en un proceso de construcción de un amplio mercado de consumo de masas, en contraste con lo que había sucedido con los gobiernos conservadores que lo precedieron.
«La esperanza venció al miedo» fue el gran lema victorioso de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, que llevó, por primera vez, a un obrero a la Presidencia de Brasil.
Posteriormente, Lula y el PT, frente a las vicisitudes del mencionado «presidencialismo de coalición», asumieron la responsabilidad de ampliar su base de sustentación política con otros partidos, para lograr gobernar en un difícil escenario inicial de crisis económica y de extrema fragilidad de la balanza comercial. En su inicio, el gobierno de Lula enfrentó una correlación de fuerzas en el parlamento sumamente desfavorable, sobre todo en el Senado Federal.
Cabe destacar, sin embargo, que desde su inicio el gobierno de Lula estuvo muy comprometido con la implantación de sus revolucionarios proyectos sociales, y enfrentó una dura oposición parlamentaria conservadora en el Congreso, que intentaba obstinadamente impedir cualquier cambio significativo de las políticas de cuño neoliberal que habían sido acríticamente sedimentadas en los gobiernos anteriores.
Así, el gobierno de Lula, que era minoritario, terminó apoyándose en un amplio espectro partidario, que incluía a los viejos aliados de la izquierda, como el Partido Comunista do Brasil (PCdoB), el Partido Socialista Brasileño (PSB) y el Partido Democrático Laborista (PDT), y los nuevos aliados de centro, especialmente el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), entre otros (aunque con disidencias en su bancada), además del ya mencionado Partido de la República.
El programa de gobierno y su realización
En la campaña presidencial de 2002 se presentó un programa que sirvió de base para el gobierno de Lula. Tal programa se había ido madurando a lo largo de la historia del PT, de las experiencias exitosas de gobiernos locales y del intenso debate de las campañas presidenciales que ya habíamos disputado. El Instituto Ciudadanía del PT cumplió un papel importante en ese proceso de construcción colectiva, al incorporar a intelectuales y militantes de diversas áreas, con más libertad de elaboración que el partido, y directamente coordinado por Lula. Fue en ese contexto que economistas del PT elaboraron un estudio que, desde mi punto de vista, era la síntesis de lo que vendría a ser el programa del gobierno de Lula. El documento se llamó: «Otro Brasil es Posible».
El aspecto central del patrón de desarrollo propuesto en el documento consistía en la elevación de lo social a la condición de eje estructurador del crecimiento económico, por medio de la constitución de un amplio mercado de consumo de masas, con políticas de ingreso e inclusión social. Ese fortalecimiento del consumo popular y del mercado interno generaría una nueva dinámica para el crecimiento acelerado, además de la escala y la productividad necesarias para la disputa del comercio globalizado, mediante el impulso de las exportaciones y la consolidación de la trayectoria de crecimiento sostenido.
El programa de gobierno buscaba articular tres ejes: el social, el democrático y el nacional. Orientado a promover la inserción internacional soberana de Brasil, propugnaba una ruptura con las políticas neoliberales, que ya mostraban un desgaste profundo en toda América Latina. Esa ruptura incluía cambios estructurales en el país. Una parte de esos cambios pretendía deshacer las trampas dejadas por la agenda neoliberal. Otra parte de los cambios estructurales apuntaba a constituir un nuevo patrón de desarrollo, convirtiendo, como ya dijimos, a lo social en eje estructurador del crecimiento económico. Además, el programa proponía la articulación de tres niveles de políticas públicas: la sustentabilidad ambiental; la regionalización de las políticas de gobierno, con vistas a superar las desigualdades regionales y reconstruir sobre nuevas bases el pacto federativo; y, sobre todo, la inclusión social, con la garantía de los derechos humanos y la promoción de la solidaridad en la ciudadanía.
Así, el programa de gobierno asumía, en síntesis, el compromiso fundamental de impulsar la constitución de un amplio mercado de consumo de masas, que promoviese la inclusión de millones de brasileños, al universalizar las políticas sociales básicas y resolver el drama histórico de la concentración del ingreso y la riqueza.
Sin embargo, la grave fragilidad macroeconómica del país, agravada por la estrategia del miedo impulsada por la candidatura de la continuidad del gobierno del PSDB y las incertidumbres generadas por la eventual victoria de un candidato de perfil popular como Lula, impulsaron un poderoso ataque especulativo financiero contra el real, creciente a lo largo de toda la campaña electoral de 2002. La fuga de capitales aumentaba diariamente, el cambio se devaluaba de forma acelerada, prácticamente no teníamos más reservas cambiarias y la presión inflacionaria amenazaba lo que quedaba de la precaria estabilidad económica. Fue en esa situación y al calor de la campaña que el PT lanzó la «Carta al Pueblo Brasileño».
En la «Carta al Pueblo Brasileño», el compromiso con la estabilidad económica era presentado como innegociable y el régimen de metas inflacionarias, el cambio fluctuante, el superávit primario y el respeto a los contratos fueron claramente incorporados al programa de gobierno. Pero Lula dejaba claro que el «equilibrio fiscal no es un fin, sino un medio». Para el PT, solo el crecimiento podría llevar al país a contar con un equilibrio fiscal consistente y duradero. Después de afirmar que la estabilidad y el control de las cuentas públicas y de la inflación eran un patrimonio de todos los brasileños y no un asunto exclusivo de las fuerzas políticas que gobernaban el país en aquel momento, pues habían sido obtenidos con una gran carga de sacrificios de los más necesitados, la Carta sentenciaba:
Hay otro camino posible. Es el camino del crecimiento económico con estabilidad y responsabilidad social. Los cambios que sean necesarios se harán democráticamente, dentro de los marcos institucionales. Vamos a ordenar las cuentas públicas y mantenerlas bajo control. Pero, sobre todo, vamos a hacer un Compromiso por la Producción, por el Empleo y por la Justicia Social.
En el período histórico de predominio del paradigma neoliberal, la importante victoria contra la hiperinflación obtenida mediante el Plan Real no fue suficiente para revertir la creciente fragilidad del país. En efecto, diversos factores —como la lógica de apertura comercial ingenua, el ancla cambiaria prolongada y la vulnerabilidad de las cuentas externas, las privatizaciones y la obsesión con el Estado Mínimo, los impuestos incompatibles con una economía saludable y la fragilidad de las cuentas públicas, el semiestancamiento económico y el desempleo masivo, la opción por una política externa sumisa y la pasividad ante los elevados niveles de concentración de la renta y exclusión social— imponían un escenario que comprometía definitivamente «el dinamismo del mercado interno y el proceso de construcción de un sistema económico nacional» prolongando y profundizando aquello que Celso Furtado llamó la «Construcción Interrumpida».
Sin embargo, la campaña presidencial de Lula, en 2002, aglutinó a las principales fuerzas políticas que opusieron resistencia al neoliberalismo y a la interrupción de la construcción de Brasil. Fue en ese nuevo escenario de aglutinación de las fuerzas de oposición al período neoliberal que consolidamos el compromiso con la reanudación de un nuevo proyecto de desarrollo nacional, el intento de retomar la construcción interrumpida a la que se refería Furtado.
¿Hubo algún éxito en ese sentido? Tenemos la seguridad de que sí.
En efecto, a partir del gobierno de Lula, y hasta la primera parte del gobierno de Dilma Rousseff, Brasil pasó a combinar, de forma inédita:
- Crecimiento económico sustentado, con una tasa media de expansión del do PIB que fue (durante el gobierno de Lula) casi el doble de la media histórica de las últimas dos décadas, aparte de la rápida reanudación tras la interrupción momentánea del crecimiento causada por la crisis económica y financiera global;
- Estabilidad económica, con una inflación media dentro de los límites establecidos por el sistema de metas e inferior a la del período de gobierno de FHC, contención del déficit público y reducción de la vulnerabilidad extrema de la economía;
- Distribución del ingreso, con los mejores indicadores de los sesenta años de historia del Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas (IBGE), principal instituto brasileño de estadísticas, en los que se destaca la salida de 40 millones de personas de la pobreza, si contamos los dos primeros años del gobierno de Dilma Rousseff;
- Consolidación de la democracia, con respeto íntegro al Estado democrático de derecho, plena libertad de prensa, separación y armonía entre los poderes, creciente transparencia y control social de las instituciones republicanas, y participación social en la elaboración e implantación de las políticas públicas;
- Liderazgo en la agenda ambiental, conquistado por la vanguardia del país en la generación de energías renovables, por la matriz energética relativamente limpia, por la enorme biodiversidad, por la abundancia de recursos naturales estratégicos, como el agua dulce y, sobre todo, por los osados compromisos relativos a la reducción de la deforestación y de las emisiones de los gases de efecto invernadero establecidos recientemente en Copenhague;
- Creciente protagonismo internacional, revelado por la presencia notoria y activa de Brasil en todos los foros mundiales importantes, por la capacidad de articulación de los intereses de los países en desarrollo y por la afirmación activa de los intereses nacionales.
Por todo ello, en el plano externo, muchos respetados intelectuales, incluso de revistas conservadoras de economía, venían hablando, hacía algunos años, del «despegue de Brasil» y de la perspectiva del país de convertirse, pronto, en la quinta economía mundial. A decir verdad, el nuevo e inédito lugar histórico que Brasil pasó a ocupar a partir del gobierno de Lula era claramente perceptible en el escenario internacional, aunque todavía fuese cuestionado, en el plano interno, por los sectores más conservadores de la sociedad brasileña.
Motivos para tal percepción no faltaban. El gran énfasis del gobierno de Lula, mantenido por el gobierno de Dilma Rousseff, en la atención, en forma masiva, a las poblaciones de bajos ingresos sacó de la pobreza a cerca de 30% de las familias que vivían en esa condición. La pobreza extrema fue prácticamente eliminada y Brasil salió del Mapa del Hambre de la ONU/FAO.
El crecimiento económico acelerado generó alrededor de 20 millones de nuevos empleos con registro formal, casi el cuádruple de los empleos formales generados en el período 1990-2002. La masa salarial creció, en términos reales, 30,7%. El Bolsa Familia y los demás programas de transferencia de ingreso protegían, al final de los gobiernos del PT, a 72 millones de personas, más de 13 de la población de Brasil. Y las políticas sociales en su conjunto, que tenían consistencia y centralidad, transfirieron a los más pobres R$ 33 mil millones por año, un salto extraordinario que contribuyó decisivamente para una fuerte expansión del mercado interno de consumo de masas. También hubo importantes avances en el esfuerzo de universalización de las políticas sociales básicas, fundamentales para el desarrollo social brasileño. Esa exitosa experiencia brasileña en la reducción de las desigualdades, comprobada por varias investigaciones, sirve hoy de referencia a las Naciones Unidas en la lucha contra la pobreza extrema en otras partes del mundo.
El esfuerzo de recuperación de los mecanismos económicos estatales, particularmente los relativos al apoyo al sector productivo nacional, también tuvo un papel importante en el reciente desarrollo brasileño. Petrobras, ícono de la responsabilidad del Estado en la esfera económica, se afirmó como una de las mayores empresas del sector petrolífero a escala mundial y descubrió los mayores campos de petróleo de la historia del país en la capa pre-sal, proyectando a Brasil como potencia petrolera tardía.
La nueva política exterior adoptada a partir del gobierno de Lula contribuyó a aumentar nuestra participación en el comercio mundial y obtener voluminosos superávits comerciales, los cuales fueron fundamentales para la superación de la vulnerabilidad externa de nuestra economía. El país evolucionó de la condición de gran deudor a la de acreedor internacional, con un acumulado de casi US$ 380 mil millones en reservas cambiarias, que desempeñaron un papel decisivo en la crisis financiera internacional desatada en 2008. Nos convertimos también, en claro contraste con el período neoliberal, en acreedores del propio FMI. Además, la nueva política externa fortaleció y amplió el MERCOSUR, sentó las bases de la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), cambiando el nivel de integración de América del Sur, articuló los intereses de los países en desarrollo en los foros internacionales y aumentó extraordinariamente nuestro protagonismo internacional.
En el área ambiental, se hicieron avances paradigmáticos. En la ya famosa Conferencia de Copenhague, en 2009, todos reconocieron el protagonismo de Brasil al asumir voluntariamente metas ambiciosas de reducción de las emisiones de carbono, en busca de soluciones para el grave problema del calentamiento global. En efecto, nuestro país salió de una posición defensiva en ese tema y pasó a colocarse en la vanguardia de la lucha ambiental entre los países emergentes. Para eso contribuyó mucho la reducción drástica de la deforestación de la Amazonía y el liderazgo internacional del país en la generación de energía limpia. En la Conferencia Rio+20, Brasil volvió a demostrar su firme compromiso con los grandes temas ambientales y su liderazgo en la promoción de una agenda internacional que efectivamente concilie el equilibrio ambiental y el desarrollo económico y social sostenible.
En el segundo gobierno de Lula, después de la consolidación de la estabilidad económica y de los fundamentos macroeconómicos, que sentaron las